La química del perdón

Mi anterior post sobre la gestión de la ira (puedes leerlo en este blog) generó bastantes comentarios y preguntas como estas: ¿Y qué pasa cuando alguien se porta mal conmigo y me enfada de manera sistemática?

Justo eso es lo que me preguntó una amiga, refiriéndose a un compañero de trabajo al que tiene que ver todos los días le guste o no. “Es que es verle la cara y me hierve la sangre”, me dijo literalmente.

En el anterior post, hablaba de dos estrategias o herramientas que suelen funcionar bastante bien para gestionar esa energía que nos invade el cuerpo cuando nos enfadamos: retirarnos del estímulo que nos provoca el enfado y/o  respirar hondo. Pero no siempre es tan sencillo, porque no siempre podemos salir huyendo del estímulo.

Eso es lo que le pasa a mi amiga: que su enfado se ha convertido en algo crónico. En estos casos, la emoción (el enfado) se ha transformado en algo diferente, otra cosa que se llama estado emocional: es una especie de capa invisible de abono que subyace a todas las demás emociones y las condiciona. Por suerte, en el caso de mi amiga, ese estado emocional de enfado permanente se circunscribe únicamente a su lugar de trabajo porque ese es el lugar donde tiene que vérselas cada día con ese compañero “envidioso y machista”( según sus palabras)  que le hace la vida imposible.  Pero cuando sale de la oficina y deja de estar expuesta al estímulo, se le suele pasar. Esa suerte tiene mi amiga, porque hay personas que se lo llevan a casa y el enfado termina por convertirse en una actitud y una manera de estar y comportarse en el mundo. Terrible.

Hay muchísimas personas que viven así. En un enfado permanente y sin siquiera darse cuenta de ello. Pero ese será tema para otro post. En este, quería ceñirme a casos como el de mi amiga: personas que sí son conscientes de la rabia que sienten ante determinadas personas y que, al sentirse víctimas de un trato denigrante, se siguen sintiendo legitimadas a estar enfadadas aunque sepan que ese estado emocional no les aporta nada bueno.

Por ejemplo, mi amiga reconoce que su estado de ánimo de enfado con su compañero de trabajo le provoca a veces jaquecas y contracturas en los hombros y que ha llegado a sentirse realmente indispuesta en muchas ocasiones. Es totalmente normal que le pase todo eso. En el anterior post hablaba de la manifestación en el cuerpo del enfado (ritmo cardíaco acelerado, tensión en los brazos y la cara, sudoración, sensación de quemazón en el estómago), imaginaos que vuestro cuerpo está así durante ocho horas al día. Normal que ese cuerpo enferme al cabo de unas semanas.

-Sí, es terrible, yo lo paso fatal…y él parece que vive tan feliz sin importarle el daño que me hace con sus comentarios. Pero entonces… ¿qué crees que puedo hacer yo? –me preguntaba mi amiga. -Porque ponerle una sonrisa falsa…como que no me sale.

La gestión de esta situación tiene mucho que ver con la conciencia del control que tenemos sobre ella, es decir de nuestra capacidad de influir en ella.

-¿Hay algo que tú puedas hacer para que esta persona cambie?

-Pues mira, dijo ella- Ya lo he intentado muchas veces. No sólo le he dicho a él directamente que no me gusta su manera de hablarme, sino que se lo he comunicado también a mi jefe.

-O sea, que tienes muy claro que él no va a cambiar.

-Por supuesto.

-Entonces ¿por qué te empeñas en que ocurra algo que sabes con seguridad que no va a ocurrir?…

Muchas veces, sólo malgastar nuestra energía en tratar de que algo que no nos gusta, cambie, nos genera más sufrimiento que el hecho que no nos gusta en sí mismo.

Por eso, muchas veces, la única salida es simplemente aceptar las cosas como son porque no está en nuestras manos cambiarlas. Aceptar esto ayuda mucho a rebajar la intensidad del enfado crónico, y como consecuencia nuestro sufrimiento. Comprender y aceptar que no hay nada que yo pueda hacer para cambiar una situación ayuda mucho, porque si realmente queremos acabar con ese malestar que nos provoca el enfado crónico, nos vamos a ver obligados a buscar otras estrategias.

Recuerda el caso de mi amiga y su compañero de trabajo ¿quién de los dos estaba realmente sufriendo por esa situación?

Mi amiga, claramente. De hecho su compañero parecía “vivir muy feliz”.

Y aquí viene el siguiente paso, que casi seguro que ya lo puedes adivinar:

Perdonar.

Si, y además, perdonar sin que necesariamente el causante de la ofensa nos pida perdón.

Porque en contra de lo que muchos creen, el perdón no está dirigido a quien te hizo daño, sino a ti mismo. Perdonar nos permite soltar todo eso que nos hace vivir en el resentimiento. Nos libera de una carga que nos está haciendo muchísimo daño y que nos mantiene encadenados a la persona que nos ofendió, que traspasó nuestros límites.

Perdonar es un regalo para quien perdona. Muchas personas no perdonan porque sienten que es un acto de debilidad, pero nada más lejos de la realidad. Perdonar tampoco es un acto de caridad, ni de heroicidad. Es un acto de libertad y de compasión, que nos permite vivir sin el yugo que nos mantenía conectados con la persona que nos hizo daño. Perdonar nos permite librarnos de la preocupación por ese agravio.

Perdonar es un ejercicio de maestría emocional y prácticamente la única manera de impedir que una ofensa se apodere de nuestras emociones, pensamientos y conducta. Además, por si necesitas más argumentos para convencerte, te diré que está científicamente probado que las personas que saben perdonar, son más felices.

 

Aldara Martitegui

 

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