¿Madre, o monitora de tiempo libre?
Hace ya unos cuantos veranos que tomé la decisión de limitar mis labores de madre a las propias de una madre y no a las de una monitora de tiempo libre, tal y como me pedían mis hijas.
Porque observé que cada día se repetía la misma situación justo cuando conseguía sentarme un rato para charlar tranquilamente con mi marido sobre cómo había ido el día. Por supuesto que siempre ocurría después de haber pasado la mañana en la piscina jugando a Marco Polo, tirándome de ‘cabeza’, de ‘bomba’ o de ‘palo’ al tiempo que trataba de mantener los tirantes de mi bañador en su lugar y por supuesto, de que no decayera la fiesta.
Mamaaaaaaaaa ¿Qué podemos hacer ahora?
La preguntita venía siempre después de haber pasado una mañana entreteniendo a mis hijas como si no tuviera otra cosa más importante que hacer. ¿Qué podemos hacer ahora?
Claro, normal, a mí tampoco se me suele ocurrir nada interesante después de la mañana multiaventura en la piscina, los tres puzzles de la hora de la siesta, los treinta minutos jugando al Dobble, el paseo hasta el parque para tomar un helado, la excursión al bazar chino para comprar el material de las manualidades de toda la semana…
Lo peor de todo es que yo, hace unos años, entraba al trapo como un toro bravo cuando me hacían esa pregunta y me pasaba un buen rato devanándome los sesos para encontrar alguna actividad con la que entretenerlas.
Ellas, puestas a pedir pueden pedirme la luna si las dejo
Así fue mi vida hasta que por alguna razón hice ese ‘click’ que me hizo entender que ellas, puestas a pedir pueden pedirme la luna si las dejo. Porque la necesidad de atención de los niños es insaciable, es como un gigante que se lo traga todo: nunca es suficiente, al revés, cuanta más les das, más te piden. Tal cual.
Por eso, mi recomendación para este verano es que antes de vernos inmersos en una espiral infinita de actividades lúdico festivas encaminadas a entretener a nuestros hijos, es interesante que hagamos una reflexión que nos permita encontrar el equilibrio entre la atención que nuestros niños realmente necesitan que les prestemos durante sus vacaciones de verano, y la atención que nosotros estamos dispuestos a darles, sin ‘morir’ en el intento.
Creo que este es el motivo por el que tantos padres viven las vacaciones de sus hijos como una auténtica pesadilla. No me extraña, lo comprendo. Yo también fui monitora de mis hijas durante unos cuantos veranos y recuerdo perfectamente la sensación de estar deseando que volviera a empezar el cole.
Esos momentos de aburrimiento son los que les permiten desarrollar su creatividad y poner en funcionamiento su universo imaginario.
Lo primero que debemos entender como padres en este sentido, es que a los niños no les pasa absolutamente nada malo si se aburren. Al revés, esos momentos de aburrimiento son los que les permiten desarrollar su creatividad y poner en funcionamiento su universo imaginario.
Hasta ahí fácil: cualquier padre lo entiende porque es de sentido común y no hace falta una demostración científica (que las hay) para entender que no hay nada malo en que nuestros hijos se aburran.
La segunda parte es la complicada, es ahí donde los padres tenemos que hacer el ‘clic’ del que hablaba antes. Porque hemos de asumir que las primeras veces que de manera consciente e intencionada les digamos a nuestros hijos que no somos más sus monitores y que la casa no es un campamento de verano, ellos se van a frustrar. Y nos van a dar la lata, y nos van a suplicar que juguemos más con ellos y va a ser un incordio verles refunfuñando por la casa como leones enjaulados. Puede ser muy duro.
Por eso, el verdadero ‘click’ no está tanto en dejar de programar una agenda infinita de actividades (eso es relativamente fácil), sino en aceptar que nuestros hijos van a necesitar un periodo de adaptación y en acompañarles y ayudarles en esa transición mostrándonos comprensivos con ellos. Es necesaria mucha, mucha paciencia y mucho cariño. Es necesario que ellos comprendan lo que está pasando (aunque no les guste), que se sientan comprendidos y acompañados y que tengan la certeza que no por el hecho de prestarles un poco menos de atención y de organizarles menos actividades lúdicas, les queremos menos.
Porque puede darse el caso de que el remedio sea peor que la enfermedad. ¿Y si la nueva situación lo único que consigue en es convertir tu casa en una tormenta de gritos y enfados? En ese caso no tendría sentido hacer ningún cambio.
Aldara Martitegui
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