Educar con ciencia y con conciencia

En los tiempos que corren, en los que cada poco tiempo van surgiendo nuevos métodos educativos, resulta difícil no hacerse uno un poco un lio.

Cada uno de estos métodos promete ser el definitivo, el infalible, el que de verdad funciona.

Al final, es normal que  los padres que buscan pautas para orientarse en esta tarea que es la crianza, terminen por claudicar. Con tantos métodos, no me extraña. Lejos de ayudar, esta sobre-exposición sólo sirve para confundirnos.

En estos casos en los que los progenitores han perdido la esperanza de encontrar el método que más encaje con ellos, pero siguen sintiendo la necesidad de que alguien les oriente, yo siempre recomiendo recurrir a la ciencia.

Porque, mirada desde el prisma del desarrollo neuronal del niño, la educación siempre puede gestionarse científicamente. O mejor dicho neurocientíficamente.

Para mí, esta manera de educar conforme a lo que la ciencia dice sobre el desarrollo cerebral de los niños (lo cual incluye su desarrollo emocional porque las emociones también  están en el cerebro) es siempre un acierto. Un acierto porque educar conforme a la ciencia es educar con respeto, es decir, respetando lo que el niño es.

Esta manera de vivir la crianza aporta mucho bienestar y tranquilidad a los padres a la vez que resta frustración, porque automáticamente nos convertimos en padres que asumimos que nuestros hijos no están preparados para ciertas cosas.

Por ejemplo, voy a contaros una situación real que presencié ayer mismo y que creo que ilustra bastante bien todo esto.

Había una niña de 8 años, venga a saltar a la piscina cogiendo carrerilla. El juego entrañaba bastante peligro porque toda la zona del bordillo, parecía resbalar un poco. Los padres de dicha niña le dijeron en varias ocasiones que no corriera. Incluso yo se lo dije porque me pareció peligroso.

Después de escuchar las advertencias de los adultos, las cuatro o cinco siguientes zambullidas las hacía sin carrerilla…pero a la sexta ya se le habían olvidado las indicaciones. Antes de saltar a la piscina daba dos o tres grandes zancadas a toda velocidad, por un suelo completamente mojado. Peligroso, sí, pero como sus padres estaban tomaban el sol, charlando con alguien o mirando el móvil, era imposible que se dieran cuenta.

Hasta que pasó justo lo que trataban de evitar.

La niña resbaló.

La suerte es que cayó al agua.

Pero por los pelos no se dio con la cabeza contra el bordillo.

Su padre y unos cuantos adultos presentes lo vimos todo….varios hicimos ademán de levantarnos y, finalmente, todos al unísono respiramos aliviados al comprobar que todo había quedado en un susto.

Pero su padre enfureció. Se puso a gritar a la niña como poseído por un demonio. La sacó casi de los pelos de la piscina y empezó a decirle todo tipo de cosas del tipo “es que no te enteras de nada, eres tonta o qué, no me puedo fiar de ti, te podías haber matado”…

A los gritos e insultos siguió el castigo.

-“Estás castigada sin bañarte el resto de la semana”.

La niña venga a llorar.

El padre enfurecido, frustrado, enfadado porque su hija le había desobedecido y podía haberse hecho mucho daño.

Un mal rollo generalizado que, si hubiéramos tenido en cuenta lo que dice la ciencia sobre la capacidad de atención de los niños de 8 años, se podría haber evitado.

A los 8 años la corteza prefrontal del cerebro del niño no está ni de lejos formada. Esa es la parte del cerebro que se ocupa de tareas como la toma de decisiones, la planificación, la memoria a corto plazo o de trabajo y la anticipación de las consecuencias de nuestro comportamiento.

A un niño de 8 años en una situación como la de la piscina en la que hay un peligro inminente, hay que estar permanentemente recordándole que no puede correr antes de saltar al agua. Hay que recordárselo porque a él o a ella se lo olvida fácilmente, porque su cerebro aún no está lo suficientemente desarrollado para acordarse.

Por eso, la responsabilidad es siempre nuestra, de los adultos.

¿Qué pienso yo que debería haber hecho ese padre en la piscina?

Tan sólo una cosa, que habría tenido enormes consecuencias: no tomarse los saltos de su hija como un acto de desobediencia sino como un acto de inmadurez y de inconsciencia totalmente normal para una niña de 8 años. Eso habría rebajado muchísimo la frustración de ese padre. Eso le habría llevado a buscar maneras de no poner en peligro a su hija. Por ejemplo igual podría haber puesto una hamaca cerca del bordillo para que sirviera de obstáculo y así evitar carreras. O lo mismo, directamente habría prohibido a su hija saltar en la piscina sin excepciones, pero no como un castigo, sino como un límite para protegerla.

Esa niña no está preparada con 8 años para asumir la responsabilidad de acordarse de que algo, hecho de determinada manera (saltar a la piscina cogiendo carrerilla) puede ser peligroso. Es nuestra responsabilidad como padres conocer qué cosas podemos exigir a nuestros hijos conforme a su edad y ponerles los límites necesarios. No se trata de pelearnos contra la naturaleza sino de aceptar las cosas como son.

Cambiando nuestras expectativas sobre lo que nuestros hijos deberían hacer, o sobre lo que nosotros quisiéramos que hicieran, cambiamos totalmente nuestro estado. Y nuestro estado emocional a la hora de educar, lo es todo.

La clave, una vez más, es siempre la misma: respetar que son niños inmaduros e inconscientes  (esto, aunque no nos guste está científicamente comprobado) y no los adultos en miniatura responsables, sensatos y consecuentes que nos gustaría que fueran.  Cada cosa a su tiempo.

 

Aldara Martitegui

 

 

 

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