Adultos en miniatura

Los niños no son adultos en miniatura. Sin embargo, muchas veces los tratamos como tales, o les exigimos comportamientos de adulto. Porque una cosa son nuestras expectativas con respecto a nuestros hijos  (lo que nos gustaría que hicieran o dijeran) y otra cosa es la realidad de lo que son capaces de hacer o decir. Ahí, hay una enorme brecha. Pero, por suerte los avances en la neurociencia sobre el desarrollo del cerebro de los niños y adolescentes, están aportando mucha luz a este tema.

A grandes neurocientíficos de nuestro tiempo, como Antonio Damasio (Lisboa, 1944), les debemos importantísimas aportaciones, como la vinculación de ciertas funciones ejecutivas  con zonas  específicas del cerebro. Y qué casualidad que justo la corteza prefrontal, esa parte del neocórtex de la que dependen funciones tan específicas como la toma de decisiones, la planificación ,la inhibición o la capacidad de anticipación de las consecuencias del comportamiento, sea la parte que más tarda en desarrollarse. Hasta bien pasada la adolescencia (entre los 18 y los 20 años, aproximadamente) no se da por finalizado el desarrollo completo del cerebro humano.

El caso de Phineas Gage, es uno de los más estudiados en la corta historia de la neurociencia y, en mi opinión, ilustra muy bien todo esto.

En 1848, Phineas Gage, era el encargado de un equipo de construcción ferroviaria. Un tipo trabajador, responsable, inteligente y, a sus 25 años, bien adaptado socialmente. Sufrió un terrible accidente: mientras instalaba una carga explosiva en una barra de hierro de un metro de longitud, esta salió disparada por un fallo y se le incrustó en la cabeza. Entró por la mejilla y salió por la frente, destruyendo gran parte de la corteza prefrontal (esta de la que hablamos). Gage sobrevivió, pero se produjo un gran cambio en su personalidad. Se volvió irresponsable, inconstante, impulsivo, incapaz de planificar, fantasioso y despreocupado por su futuro y por las consecuencias de su conducta… os suena de algo ¿verdad?

Phineas Gage se volvió infantil de la noche a la mañana…si, justo como uno de esos niños que tenemos en casa. Con la diferencia de que, con total seguridad, nuestros niños terminarán madurando y Gage, por el contrario, terminó sus días a los 38 años, después de caer en lo más bajo y sin capacidad para gestionar su vida.

Antonio Damasio,  fue quien, un siglo después de la muerte de Gage, reconstruyó la trayectoria de la barra y pudo demostrar que los daños en su corteza prefrontal fueron la causa de ese cambio de carácter que le impedía manejar sus emociones y tomar decisiones.

De manera que, lo que antes sabíamos por simple observación, ahora tiene un correlato científico que lo avala y que deberíamos conocer todos los padres y educadores. Porque, vuelvo a la idea del principio: muchas veces tratamos a nuestros hijos como adultos en miniatura, y esto no deja de ser una injusticia.

-“Mi hija no se da cuenta de que si va de chulita con sus compañeros de clase porque ella es la típica niña repelente y empollona que todo lo sabe, sus amigas la rechazan, y cada vez está más sola, y claro, está sufriendo mucho y yo no quiero que se sienta mal”…esto me comentaba una madre hace unos días.

Pues claro que no se da cuenta.

Está muy bien que nos preocupamos por cómo se sienten nuestros hijos. Pero eso va a ser difícil de cambiar. Las emociones que tenemos, por desgracia, no las podemos elegir. Podemos aprender a gestionarlas, eso sí, pero ya como adultos.

El caso es que, esa madre no era consciente de que estaba exigiendo a su hija un comportamiento de adulto que su hija aún no es capaz de tener porque sencillamente, una niña de 11 años no está capacitada para ello. A un niño de 11 años no le podemos exigir que anticipe las consecuencias de sus actos hasta ese punto y menos aún, que sea capaz de gestionar sus emociones. La parte de su cerebro encargada de esas funciones,  sencillamente no está formada.

Es curioso porque,  por lo general asumimos con naturalidad que un niño de 12 años no puede conducir un coche y no sólo porque así lo dice la ley, sino porque sabemos que conducir exige una responsabilidad que el niño, a esa edad, no tiene.

Entonces ¿por qué para otras cosas les exigimos que tengan un comportamiento de adulto? A veces incluso llegamos a frustrarnos cuando no lo tienen. Niños que contestan mal, niños que no obedecen a la primera, niños que nos retan, en fin… niños que son niños y no adultos en miniatura como a nosotros nos gustaría. El caso es que nosotros, los padres, sufrimos por ello. Y entramos en la terrible espiral que nos lleva a vivir la paternidad como una carga. Este es uno de los grandes males de nuestro tiempo.

Pero la cosa cambia mucho cuando aceptamos y respetamos lo que son: niños. Entonces, la  mochila que cargamos llena de piedras, se convierte de pronto en liviana.

 

Aldara Martitegui

 

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