La diferencia entre reaccionar y responder

La pequeña Alexia, de 3 añitos, se perdió en unos grandes almacenes cuando sus padres compraban. Se quedó al cuidado de su padre mientras su madre miraba algunas cosas. A pesar de que le dijo por activa y por pasiva que no se alejara de él porque se podía perder… de pronto,  Alexia, a quien lo que más le gusta en el mundo es jugar al escondite, se esfumó.

-De verdad que fueron sólo dos segundos los que le quité el ojo de encima, -me contaba su padre…

Empezaron a llamarla por su nombre, con un tono de voz alto que pronto se convirtió en un griterío. Era el mes de agosto en Madrid y por suerte no había demasiada gente en la tienda.

El guardia de seguridad, que se había percatado de todo, cerró la puerta del establecimiento.

-No se preocupen porque la niña tiene que estar dentro. Lo he visto todo desde el principio y no ha salido, ni sola ni acompañada,-dijo tajante.

Sólo unos padres que han perdido un niño, aunque solamente sea durante unos minutos, conocen esa sensación de angustia que se engancha al estómago y la garganta.

Así se sintieron esos padres. Fueron cinco minutos, pero se hicieron eternos. Por eso, cuando Alexia finalmente salió de su escondite (un tanto alarmada por todo el  revuelo que se había montado) sus padres estaban en un estado de nervios tal, que reaccionaron regañando mucho a la niña.

-No sabes el susto que nos has dado, eso no se puede hacer, pero tú qué te has creído, esta tarde te quedas sin piscina…

Esas fueron sólo algunas de las frases que le dijeron a voz en grito.

La niña se asustó tanto al ver su padre encolerizado, que se puso a llorar desconsolada, sin saber muy bien lo que pasaba…simplemente sintiendo el rechazo de sus padres, sintiendo que había hecho algo mal, sin saber muy bien ni qué, ni por qué.

Tres o cuatro días después de ese incidente, al padre de Alexia le seguía martilleando en la cabeza la escenita que montó a su hija, y seguía tratando de justificarse a sí mismo. Algo no encajaba dentro de él. Por un lado se sentía mal por haber reaccionado así con la niña, pero por otro lado se sentía frustrado al no imaginarse de qué otra manera podría haber actuado en esa situación tan estresante.

¿Cuántas veces, como padres, nos hemos sentido así de mal después de regañar de manera desproporcionada a nuestros hijos? Está claro que nos faltan herramientas que nos ayuden a gestionar este tipo de situaciones.

-Ya, pero ¿qué otra cosa podía haber hecho yo? -Me decía, -después de ese estrés que acababa de pasar buscándola como loco por toda la tienda,  no se me ocurrió otra manera de reaccionar.

-Bueno…realmente… una vez que la niña apareció, -le pregunté -¿te tomaste tu tiempo para pensar cómo querías afrontar esa situación?

-Por supuesto que no, -me dijo,- estaba muy enfadado con ella. Me había desobedecido y por su culpa yo me había llevado un susto de muerte.

O sea… que se dejó llevar por una emoción: una emoción muy válida y muy humana, todo sea dicho.

Porque lo que sentimos es imposible cambiarlo. Las emociones es lo que tienen, que vienen así, sin preguntar.

El único lugar en el que podemos intervenir es en la gestión de esa emoción, es decir, en qué hacemos con ella una vez que la sentimos. Podemos dejarnos llevar sin más (esto es lo que le pasó al padre de Alexia, que reaccionó sin más) o podemos elegir una respuesta.

Pero claro, para elegir una respuesta necesitamos algo de tiempo. Esa es la diferencia entre reaccionar  y responder.

El padre de Alexia y yo estuvimos explorando qué opciones de respuesta habría tenido si hubiera sido consciente de que su enfado le estaba dominando, y si hubiera dedicado un par de minutos a buscar una respuesta más acorde con la manera en que le gustaría educar a su hija.

Desde luego que este ejercicio es sólo válido para esos padres que se sienten mal después de echar una bronca monumental a sus hijos y están dispuestos a aprender otras maneras de educar.

Este es un resumen de las conclusiones a las que llegamos:

1-Como padres, todos deberíamos molestarnos en conocer cómo funciona el cerebro de nuestros hijos. De igual manera que a un niño de 8 años no le exigimos que sepa hacer raíces cuadradas, a una niña de 3 no le podemos exigir que comprenda la diferencia entre jugar al escondite en casa y en un entorno poco seguro.

2-Si tenemos claro el punto 1, nuestras expectativas sobre nuestros hijos serán siempre más realistas y eso nos hará actuar de una manera más eficiente. Es decir, si el padre de Alexia hubiera previsto que su niña con “tendencias escapistas” se iba a esconder, igual en vez de decirle ochenta veces que no se alejara, le habría agarrado fuertemente de la mano y no la hubiera dejado corretear confiando en que no la iba a perder de vista.

3-El padre de Alexia reconoció que si hubiera asumido el punto 1, su gestión de la emoción habría sido completamente diferente, sencillamente porque la emoción habría sido otra. Nunca se habría puesto a gritar a la niña ni le hubiera echado la culpa por haberse perdido, sino que habría reconocido que había sido un fallo suyo. En vez angustia y enfado, habría sentido angustia, alivio y un poco de culpa.

-Claro, -dijo el padre de Alexia al llegar a ese punto, -pero lo que tampoco voy a hacer es mirar a mi hija a los ojos y decirle: “di que sí cariño, no pasa nada, como sólo tienes tres años, está bien que te escondas por los sitios aunque yo te diga que no.”

Por supuesto que no.

Y aquí llega el último punto.

4-Que el cerebro de un niño no esté preparado para realizar ciertas funciones, no significa que los padres no debamos marcarles el camino correcto desde que son pequeños. Nuestra obligación es señalar los comportamientos inapropiados siempre. Señalar, no es regañar, es sencillamente subrayar.

“Alexia, no me gusta que juegues al escondite en las tiendas. Mamá y papá se han llevado un susto terrible porque pensábamos que te habías perdido. Espero que no vuelva a pasar. Venga, vamos a casa”

Algo así es lo que el padre de Alexia concluyó que podría haberle dicho a su hija si hubiera respondido en vez de reaccionado. Una frase pronunciada en tono firme pero sin gritos, ni amenazas, ni castigos.

Lo maravilloso de este proceso es que transformamos nuestra percepción de nosotros mismos como padres: pasamos de ser padres que exigen, a vernos como padres que enseñan, que guían, que acompañan, que ayudan.

De modo que si cambia el lugar desde el que miramos a nuestros hijos, también cambian las emociones que sentimos cuando ellos dicen o hacen ciertas cosas…Y desde esas nuevas emociones es mucho más fácil responder y no reaccionar.

 

 

Aldara Martitegui

 

 

 

 

 

 

 

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